Último mail sobre Stefan Zweig. La semana pasada dije que tenía sobre el escritorio el Bhagavad-Gita, pero que no sabía si iba a usarlo para este mail. Y todavía no lo tengo claro.
Una aclaración, para quienes no hayan elegido leer este mes Los ojos del hermano eterno, de por qué tengo ese libro desde hace semanas arriba del escritorio: el libro de Zweig, además de ser una novela escrita como si fuera una leyenda hindú situada años antes de la existencia de Buda, tiene al comienzo dos citas del Bhagavad-Gita.
Al igual que el tratado de ajedrez que comenté la semana pasada, el Bhagavad-Gita es un libro que no leí. No me acuerdo cómo llegó a mi biblioteca. Sé que no lo compré. Es una edición bastante extensa, comentada por un tal “su Divina Gracia A. C. Bhaktivedanta Swami Prabhupãda”. Tiene un papel que cada vez que lo hojeo hace que tenga que ir a lavarme las manos -un dato que morían por saber, imagino-. Decía entonces que no lo leí, solo algunas páginas para saber de qué se trataba y por qué Zweig lo había elegido para los epígrafes.
De forma muy resumida: el Bhagavad-Gita es un texto sagrado hinduista, en verso, que forma parte de un texto épico más extenso. Es el diálogo que mantiene el Dios Krishna y Arjuna, el comandante del ejercito de los Pandava, en el momento anterior de entrar a la batalla. Arjuna reconoce a sus familiares y maestros en el bando contrario y duda en saltar al campo para luchar y matarlos. Krishna lo recrimina y le dice al guerrero que nadie se libera de la acción por el simple abstenerse de obrar.
En mi ejemplar tengo puesto el señalador en este verso, que está justo después de uno de los que Stefan Zweig cita en su novela:
Aquel que ve la inacción en la acción, y la acción en la inacción, es inteligente entre los hombres y se halla en la posición transcendental, aunque esté dedicado a toda clase de actividades.
Acá es donde debería hacer alguna reflexión y conectarlo con la lectura de este mes, pero en vez de eso me levanté y fui a buscar más libros de mi biblioteca. Traje el ejemplar de Siete noches de Borges, que ya mencioné alguna vez en otro mail. Estuve releyendo la conferencia sobre el budismo. Marqué este párrafo:
El budismo fue, ante todo, lo que podemos llamar una yoga. ¿Qué es la palabra yoga? Es la misma palabra que usamos cuando decimos yugo y que tiene su origen en el latín yugu. Un yugo, una disciplina que el hombre se impone. Luego, si comprendemos lo que el Buddha predicó en aquel primer sermón del Parque de las Gacelas de Benares hace dos mil quinientos años, habremos comprendido el budismo. Salvo que no se trata de comprender, se trata de sentirlo de un modo hondo, de sentirlo en cuerpo y alma; salvo, también, que el budismo no admite la realidad del cuerpo ni del alma.
Y, como antes había hablado de Las mil y una noches, me traje un libro que se llama Cuentos del vampiro. Es una recopilación de cuentos de la India antigua. Los vampiros, en oriente, no son lo mismo que en occidente, son una especie de fantasmas que habitan dentro de los cadáveres. Son maliciosos, aunque pueden llegar a ayudar a los seres humanos. Al igual que Las mil y una noches, los cuentos están estructurados por una trama que los engloba y permite que vayan siendo narrados. La trama es esta:
La historia comienza con un rey que durante diez años, cada día, recibe en la sala de audiencia la visita de un mendigo, que le ofrece una fruta. El rey, cada vez, la toma y se la entrega a su tesorero. Hasta que luego de diez años un mono domesticado entra al salón y come la fruta que acaba de dejarle el mendigo. Al morderla descubren que dentro contiene una joya. El rey le pregunta al tesorero qué ha hecho con todas las frutas que recibió a lo largo de ese tiempo y éste reconoce que las tiró por la ventana del granero, pero sin abrir nunca la puerta del mismo. Como es de imaginar, cuando van a ver, se encuentran con una pila de joyas que no tienen igual.
Al día siguiente, cuando vuelve el mendigo, el rey le pregunta por qué lo honra de esta forma. El mendigo le cuenta que quiere realizar un encantamiento, y que para eso necesita la ayuda de un hombre de gran corazón y le pide un favor, que el rey acepta de inmediato: que vaya cierta noche, cerca de un cementerio y le traiga un cadáver que está colgado de un árbol. El rey lo hace, pero resulta que dentro del cuerpo del muerto hay un vampiro. Mientras el rey lo lleva a cuestas, el vampiro le cuenta una historia, para que no se aburra durante el camino. Al finalizar el relato, le plantea una pregunta a modo de acertijo, con la advertencia que si la responde mal volará su cabeza en mil pedazos. Cuando el rey responde, de forma correcta, el vampiro vuelve a trasladar el cuerpo arriba del árbol, teniendo el rey que recorrer todo el camino de nuevo. Esto sucede veinticinco veces, en cada viaje una historia y una pregunta, hasta completarse los veinticinco cuentos que forman la antología.
Al final, luego de que el rey demuestra ser una persona sabia, el vampiro lo retribuye con un dato, que será crucial para el desenlace cuando le lleve finalmente el cuerpo al mendigo.
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¿Y qué tiene que ver todo esto con Los ojos del hermano eterno?
Mientras pensaba en este mail y miraba los libros sobre el escritorio, me acordé de algo de hace mil millones de años, cuando era un adolescente que había empezado a estudiar Antropología en la UBA (carrera que no terminé, solo empecé carreras en Puán, nunca las terminé). Me acuerdo haberme indignado al estudiar para una de las materias introductorias, y quejarme con la docente de por qué nos enseñaban teorías que después teníamos que descartar. Que una vez que creía entender qué era algo, venían y nos decían que eso ya no era más válido. Que por qué no nos enseñaban la que de verdad servía.
Tenían que pasar mil años, leer a Zweig y mirar el conjunto de libros sobre el escritorio, para darme cuenta que no se trata solo de comprender, sino de recorrer un camino y que ahí está, en realidad, la enseñanza.
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Nos vemos el domingo en la bandeja de entrada.
Abrazo
Sebastián Lidijover